31 de agosto de 2008

Una noche color de rosa.

Nadie podía entender que dar vueltas en un remis por todo Tucumán, buscando un boliche de menos de 15 pesos, no era un mejor negocio, mucho menos cuando terminas en uno gay, donde lo que podes encontrar adentro siempre es un misterio.

Un ticket de $10 te daba la bienvenida y te permitía la entrada a ese lujoso lugar. Bueno, lujoso si tenemos en cuenta las plumas y lentejuelas de aquellos divertidos personajes que te regalan una sonrisa siempre y cuando estés dispuesto a pagar una noche cochina en el asiento trasero de algún lugar (keyword: trasero) para sacarles su disfraz de mujer y darte cuenta (aunque claramente ya te habías percatado del detalle) que no se trataba de una morocha ardiente, si no de un morocho en zunga que tiene mejores piernas que yo. Claro, todo esto si sos hombre y guanquero; las mujeres sufrimos una peor suerte (o mejor, diría yo): tenemos que soportar que nos empujen del glamoroso escenario para que ellas (ellos) bailen al compás de la electrónica y muestren sus protuberancias para conseguir algún buen negocio esa noche. Nos toman como competencia, pero la verdad es que nosotras no estamos demasiado interesadas en su campo de empleadores.

De repente la voz de la Bicha (uno de los personajes más destacado de la vida nocturna gay) interrumpe el bailongo para presentar a alguna drag Queen. Lo que me parece misterioso es que cada una de las drags que hacen espectáculos en Diva o en Club Mix son presentadas como las ganadoras en primer y segundo lugar en el torneo nacional. Como puede ser que ya haya visto 15 de estas estrellas en un corto periodo de 2 meses y que todos sean ganadores??

Luego de ver sus ropas coloridas, sus pasos exagerados, sus melenas de colores y sus zapatos con plataformas de 30 centímetros, empecé a buscar un poco de alcohol. Necesitaba despejarme de tanto brillo, luces de colores y orgullo gay. Estaba empalagada. Sin embrago mis bolsillos dormían como los mejores ya que no había ni media moneda que los interrumpa.

Fue la primera vez que un gendarme me alegraba la vida. Se presento como el cuidador de Bussi, aunque después terminó admitiendo que no sabía quién era el viejito decrépito que tenía que proteger de las agresiones de los encapuchados que iban a presenciar su juicio.

Dijo frases que no voy a olvidar jamás, como “me trajeron engañado a este lugar yo no sabia de que se trataba”. Cinco minutos después acotaba, “es la cuarta vez que vengo, me gusta la música”. Después de un intervalo de frases absurdas agregaba, “yo vivo aquí a la vuelta, podríamos ser amigos”. Y como siempre hay una frutillita en la torta, culmino con un “yo soy hétero, pero tengo mente abierta, me entrego a nuevas experiencias”.

Después de escuchar este repertorio de delicias nocturnas, no dude en persuadirlo para que nos comprara tres tequilas y séptimos regimientos. Una vez que saciamos nuestra sed, lo dejamos hablando con el barman sobre sus rutinas matutinas de entrenamiento gendarmeriano y nos escabullimos para que no note nuestra ausencia (y sobre todo no quiera perseguirnos para sacarnos los números de teléfono, o el de nuestros amigos!).

Salí del boliche y empecé a correr las cuatro cuadras que me separaban de la avenida para que mi angelical padre me devuelva a mi hogar y esa noche sacada de libro fantasioso de homosexuales quede en el recuerdo.

3 de agosto de 2008

Do what we need to be free...

Una noche que a partir del minuto X fue todo incertidumbre.

Cada parte de mi cuerpo se destrozaba en mil pedazos ardientes. Llamas alucinógenas que bailaban al compás de la música. No existía más que el dolor intenso y una voz insatisfecha promulgando despiadadas excusas para no frenar el sufrimiento.
El aire de madrugada golpeaba las ventanas ofreciendo salvación, pero esa desolada calle de barrio tucumano no nos dejaba huir.
Se oía a mi lado un desconsolado suspiro vacío.

Sentía la sangre caliente recorriendo mis venas, rogando salir, desparramarse en el tapizado y provocar un desastre digno de columna principal en algún diario de ciudad.
Sentía el dolor que producía ese primer encuentro, o el segundo, o tal vez algún número más grande y aterrador, pero que parecía el primero.
Desdichada la noche que tuvo que vernos en compañía de la más hermosa luna y el más espeluznante de los reflejos.
No existían lecciones ni vulgaridad, solo una agonía de muerte que provocaba reflexión. Desgraciada reflexión. Interminable reflexión. Innecesaria.

En tiempo paralelo yacía en su cama, inmóvil e inservible como una guitarra sin cuerdas postrada en la funda del mas cruel coleccionista.
Sus dedos agitaban las teclas, mezclando ideas insensatas y produciendo un escalofriante malestar que al pasar las horas fue disminuyendo, abriéndole paso a mi lado, para unirnos en el fuego de lo que alguna vez fuimos y debíamos volver a ser.
Otra vez incendio en mi piel.
Otra vez dolor inconmensurado.
Otra vez su voz, su aliento, sus manos. Pero ahora incomparable. Ya no tenía la seguridad de querer huir de ese escenario.

Una noche alienada de colores oscuros, intacta, intima, como los segundos en sus ojos.